J. tenía un trastorno esquizoide no diagnosticado que, como síntoma más evidente, le provocaba una permanente sensación de ser traicionado y perseguido por cualquiera que cayera en su campo de visión, este proceso le llevaba a sospechar permanentemente de todos sus colaboradores despidiendo sin vacilar y sin previo aviso a cualquiera que cometiera el más mínimo error como colar una falta de ortografía en un mail, en el que veía inmediatamente la clave de una conspiración para hacerle caer de su puesto o tirar a la papelera un documento sin antes destruirlo en mil pedazos, descuido que inmediatamente interpretaba como una treta para pasar información a la competencia.
Obviamente, esta tensión continua creaba una desazón entre su equipo que, unida a la pérdida de tiempo consecuencia de fotocopiar, repasar y firmar hasta el infinito el más mínimo documento, se traducía en una falta de productividad que estaba llevando a la empresa a la ruina.
Además de la manía persecutoria, J. tenía un fuerte sentimiento de inferioridad provocado por no haber sido capaz de aprobar ni un examen en la universidad, que le llevaba a no depositar su confianza más que en personas de menor nivel formativo e intelectual que el suyo, el resultado es que la empresa acabó siendo guiada por sus fantasías de grandeza y la única administrativa que entendió que su sueldo no dependía de ser buena en su trabajo sino de apoyarlo en sus sospechas y manías.
Mientras el departamento fue pequeño, todo marchaba bien, la verdad es que sus mismos defectos como gestor, hacían de J. un comercial temible, inconsciente como era, no dudaba en vender a pérdidas, suspicaz y traidor, resultaba un adversario letal para todo aquel que le tendiera la mano con honestidad, su labia, su pertenencia al sexo dominante, un cochazo de empresa y unos buenos trajes a cargo de gastos le conferían una pátina de solvencia que pocos sabían arañar, como buen ejecutivo agresivo, lanzó un ambicioso plan de expansión basado en sus personales previsiones de evolución del mercado que, temiendo la traición de los más cercanos, en ningún momento cotejó con nadie.
El órdago funcionó durante unos meses en los que las ventas subieron como la espuma, meses en los que aprovechó para hacer promesas a todo el equipo y subirse el sueldo a sí mismo y a su secretaria, que para eso esa chica tan rubia y tan mona le apoyaba en todo, meses en los que su familia le apoyó financieramente hasta el límite de sus posibilidades.
Pero el mercado no aceptó el soborno y los precios internacionales, empujados por un ciclo recesivo y la subida de tipos de interés, se negaron a seguir la trayectoria ascendente que tan cuidadosamente había previsto mientras sus costes mantenían una línea al alza ignorada tozudamente gracias al procedimiento taxativo de despedir y humillar a todo aquel que se atreviera a calcularlos.
Convencido de que los malos resultados eran sólo una mala racha exagerada por un equipo de contables que querían engañarle falseando los datos, se embarcó en negocios faraónicos, ventas internacionales de muchos ceros, créditos bancarios negociados gracias a su verborrea y unos resultados hábilmente maquillados, ampliaciones del negocio con inversiones millonarias a pagar en muchos años.
Por supuesto, el departamento entró en una espiral difícil de detener incluso por gestores mucho más expertos y formados, los bancos y los proveedores al acecho para poder cobrarse la presa tan tiernamente entregada.
Un día el castillo de naipes se vino abajo, y como dice el refrán que los males nunca vienen solos, al desplome financiero de su empresa se sumó el desplome de su vida personal, gravemente minada por esa relación tan sospechosa con una secretaria rubia, joven y desproporcionadamente bien pagada que resultó ser la gota que colmaba el vaso de la paciencia de su mujer, especialmente una vez que tuvo que volver a trabajar para pagar la ropa de las niñas, eso si, ahora sin marcas
Hoy lo he visto por la calle, la depresión forma un aura gris en torno a su figura y las arrugas y lamparones de la ropa barata son una declaración a gritos de que no solo perdió a su mujer, sino también cualquier posibilidad de volver a comprar la atención de las rubias.
Lo siento, no me ha dado pena, él nunca dudó en despedir, en traicionar, en humillar a cualquiera que mostrara un poco de inteligencia, en difamar a los familiares, en mentir a los comerciales. No, no le tuve lástima, sólo he recordado un refrán que repetía mi abuela, “A todo cerdo le llega su San Martín”
Al final, nadie le traicionó, no hizo falta.
Menudo elemento. Bien lo dices, en su pecado lleva su penitencia.
ResponderEliminarNo creas, suele pasar.
Prima, te dejé una nota con respecto al "Guardián entre el centeno". Lo puse tarde por que entro poco.
Espero lo hayas leido.
Muy bueno este escrito, muy bueno y verde, de esperanza dicen.
Besos
Oye, hay rubias y rubias!
ResponderEliminarA mí me gustaría que a todo Martín le llegase su cerdo, en toda la cabeza a ser posible ;-)
ResponderEliminarOye tremendo texto, muy muy bueno. Pero añadiré que a veces, hay cerdos que engondannnnn y engordannnn y nunnnnnca jamás le llega san martín alguno... pero bueno, el mundo es todo menos perfecto.
ResponderEliminarUn besote
mi exjefe era y es un hijo de puta peor que este que describes y aun no le ha llegado su san martin. debo esperar o contrato a unos skinheads?
ResponderEliminarGianis, para una vez que la Iglesia dice algo con sentido apuntátelo: "Dios ayuda a los que se ayudan". A lo mejor no te salen muy caros ;-)
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